Mi abuelo Antonio era uno de los tantos inmigrantes que llegaron a la Argentina a principios del siglo pasado. Vino de Italia, de su pueblo en Pietra Roja, cerca de Benevento. Vino de muy joven, sin saber el idioma y por el llamado de otros parientes que ya estaban acá. Entró a trabajar en el ferrocarril y pasó de ser un simple peón a jubilarse como inspector luego de muchos años de trabajo. Formó su familia y su vida acá, en esa época.

En su casa de un barrio del Gran Buenos Aires tenía en el fondo su taller de herramienta, donde hacia sus arreglos y manualidades. Yo de chico jugaba en ese taller, con esas herramientas oxidadas y siempre me llamaba la atención un pequeño cuadrito que presidía discretamente el taller. Ese cuadrito era la imagen – casi un dibujo – de una señora con el pelo rubio, tirante que terminaba en un rodete y una sonrisa amplia y bella. Para los ojos de mi infancia era sólo un cuadrito entre las maderas. Un cuadrito que miraba cada domingo por la tarde.
Una de esas tardes mi abuelo Antonio, esquivando la costumbre de la siesta entró, con su eterno bastón en el taller mientras yo jugaba. Lo miré sorprendido porque él casi nunca iba para el fondo, pero más me sorprendió porque por primera y única vez lo vi mirando a ese cuadrito diminuto, con los ojos llenos de lágrimas. Como si se hubiese olvidado que ella estaba ahí.
Lo disimuló como pudo, por esa cosa de la vergüenza y de que los hombres no lloramos.
Desde esa tarde cada domingos nos reservábamos siempre un rato a la hora de la siesta para hablar, para que me cuente cosas del ferrocarril, de esos años que él vivió, para pasar las páginas de un libraco enorme – que aún conservo como reliquia – que detallaba lo que ella, Eva Perón, la mujer del cuadrito y Juan Perón habían hecho transformando el país.
Después, con los años, vino la adolescencia, la lectura de los libros, debatir las ideas, la doctrina, el país, las coyunturas… Crecer.
Pero hay algo siempre me repito: al peronismo entrás por la emoción, porque te duele la injusticia en el cuerpo, porque la felicidad sólo se disfruta si es compartida, porque los demás si importan. La ideología viene despúes y está inevitablemente pegada a esa emoción.
Yo entré por las lágrimas de amor de mi abuelo a esa señora, que empezó a ser persona para mí esa misma tarde. Esa señora odiada por tantos y amada por multitudes entre los que me incluyo. Esa mujer que hoy cumpliría 105 años.